Llegué al piso y abrí la puerta, me esperaban sus ojos verdes y me
lancé a su cuello mientras las lágrimas se abrían camino libremente por mi cara.
- ¿Por qué lloras?.
- Porque puedo verte –respondí enigmática.
Todo había ocurrido apenas una hora antes. Subía las escaleras del
metro distraída por las mil cosas del día, por los problemas del trabajo;
preocupada por que no íbamos a llegar a fin de mes … otro más; enfadad porque
no teníamos ni la más mínima oportunidad de perdernos unos días en alguna
playa. Lo normal y lo lógico que nos pasa a todos en esta gran ciudad, en esta
vida dependiente.
Asomaron a mi campo de visión unas peludas patas rubias, que
precedían un moqueante hocico. El pobre animal bajaba parsimoniosamente las
escaleras, con la vista puesta en los escalones, como si buscara algo. Llevaba
un arnés distinto a la correa de cualquier otro perro. Parecía que buscaba algo
y, efectivamente, lo encontró abajo, era un trozo de correa que recogió
tranquilamente con su boca. Y volvió a subir, sin prisas, como repasando el
camino, con la vista baja y triste.
Un poco más allá un hombre permanecía parado en mitad de la acera,
con su inconfundible bastón de invidente. El perro se acercó y arrimó el lomo a
la pierna del ciego, que se agachó de medio lado y asió el arnés del animal,
con la otra mano extrajo de la boca la correa. Se la engarzó al cuello y lo animó
a ponerse en camino mediante ligeros tirones. Los seguí.
Llegamos al semáforo, ellos primero, yo después. Inmediatamente se
puso en verde, pero no pasaban, así que me acerqué y tomé al hombre del brazo.
Entonces me di cuenta de que era un anciano en su más amplia descripción de la
palabra. “Ya puede pasar”, le dije.
- Gracias señorita –me dijo. Me extrañó que el perro no se moviera
hasta que el amo le invitó a hacerlo con un leve tirón del arnés -¡Es muy
viejo!, ¿sabe? –añadió.
Sí, me había fijado que no andaba bien.
- Tan viejo como yo –continuó. Le conté que le había visto en las
escalera del metro y cómo tras encontrar la correa, volvió a su lado. – Es mi
compañero, pero ambos estamos demasiado mayores, yo soy ciego y él apenas ve ya.
Además, padece un cáncer que se lo llevará un día de estos. Ya me gustaría que
juntos, a poder ser.
Sentí una pena tan grande que noté encogérseme el corazón.
- Veinte años unidos día y noche. Y lo único que me quedará por
hacer será ver su rostro, mirarle a los ojos … que fueron los míos.
Mi cuerpo dio un respingo y en ese momento quise decir que si el
cielo existía, allí podría verlo. Pero me faltó el resuello para poder hablar y
caminé a su lado cogida de su brazo hasta que pasamos por delante del portal de
mi casa, donde me dejaron con un escueto “gracias” que me sonó a despedida.