martes, 22 de septiembre de 2015




Era de noche, el silencio y el frío se repartían la oscuridad y para mi sólo quedaron recuerdos trenzados en la osadía imprescindible para permanecer allí.
No me podía o no me quería mover. Y con el alma entornada y la mente obturada, vi aparecer por el fondo una mujer de vestido amplio, que arrastraba por el suelo. Su cara gélida miraba de reojo hacia adelante. Pasó por mi lado acompañada de la criada que le llevaba la compra. Y al poco un galán, vestido de época. 
Entonces me fijé en las paredes y ya no eran piedra restregada, ni tenían moho, estaban tal cual eran cuando allí las colocaron, vivas, fuertes. ¿En qué época estaba?. Cerré los ojos y conté hasta cien por ver si se me pasaba.

Sonó una alegre música y los abrí, ante mi cantaban las gentes alrededor de una tuna. Brincaban pero no me tocaban, pasaban pero no me miraban. Hombres y mujeres jóvenes disfrutaban y hasta alguna que otra mano revoleaba lo que de no haber fiesta, música y vino, no se hubiera atrevido.
Pasaron y se alejaron.
Apareció un grupo de hombres, serios, conversadores, de largo abrigo y sombrero elegante. Su ropa no cuadraba ni conmigo ni con los anteriores ni con los de más atrás. Metí las manos en los bolsillos e incliné la cabeza cuando me alcanzaron, pero pasaron sin pestañear.
Me había vuelto invisible o tal vez, aterido y soñoliento, vi pasar la vida que había pasado por aquel pasaje desde que lo construyeron. Caminé despacio y encogido hacia mi pensión, me aguardaba el calor de unas sábanas y unas mantas suficientes.
José me saludó al entrar. Me dormí enseguida, pero esta vez ya no soñé, al menos que yo sepa.