sábado, 10 de enero de 2015





La soledad que se siente al adentrarse en la maraña de la vida, en la lucha diaria, pocas veces agradable. El silencio de la gran ciudad, que con sus ruidos agresivos hace que nuestros oídos se vuelvan sordos a lo que pasa a nuestro alrededor. La luz que desarma la oscuridad.


Todo eso se resume en un paseo por la arena del desierto. Las huellas nos recuerdan que no estamos solos a pesar de que nadie se cruce en nuestro plano. Que el ruido de obras, vehículos, gentes, no existen aquí, sólo redunda en beneficio de la profundidad del ser humano.

Y nos sentimos inmensos, infinitos, pero a la vez pequeños y débiles.